Una noche de octubre,
las sábanas agitaban su piel,
las piernas se enrroscaban y extendían.
Cólicos, de esos que se trata uno de evitar, cólicos emocionales;
casi se le revienta el cerebro,
tanto apretar los dientes
casi se limaron por completo.
El cuerpo, parecía una oruga.
indicaba lo suficiente, estallaba.
Las retinas nadaban en el resto de los párpados.
En momentos, tomaba las riendas
y tranquilizaba ese falso zumbar de la piel,
esos movimientos gritones.
Minutos después,
negándose,
peleándose
con la cabeza,
el cabello,
los dientes,
la lengua,
los gritos,
la boca,
¡Las benditas desgracias!
¡No!, ¡No!, era más fuerte la búsqueda
para sobrevivir.
La nariz inundada.
Espesa la noche de octubre.
¡Un nombre viene a la mente!
Le vende poco remedio para las retinas buceadoras y comienza otra vez,
desde la garganta sacando el suspiro,
estallando como un umbral tenebroso,
se asusta y recurre a la sábana,
la muerde,
aprieta con las uñas,
moja con fuerza,
No resiste más.
¿Para que esperar?
Ese pensamiento
extremadamente vibrante
cobra vida cada instante.
Repetitivo dolor,
Recordar como superar
el anterior o el siguiente.
La memoria se le enferma.
Se inclina a las peticiones
de la desgracia.
Desición sencilla,
una noche,
de cualquier octubre:
Desgarro, profano,
el alma propia como miseria.
Miente y muere,
con la espina dorsal expuesta a su memoria
-que tal vez llegué un día a recordar-.
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